jueves, 20 de enero de 2011

Tiempo de guerra civil


LA AFICION

Y en las canchas de Australia, Novak Djokovic hace de las suyas...

Es el anochecer y la Hisense Arena se ha ido vaciando de aficionados, tal vez no tanto por la calidad del juego —Novak Djokovic e Ivan Dodig libran una pelea digna de dos mastines en una jaula— como por el ambiente de pogromo que han hecho fermentar los hooligans balcánicos. Si en la cancha ya el serbio y el croata se han despellejado para quedarse cada quién con un set, en las gradas el tenis apenas interesa. Una barra dispersa de hooligans envueltos en banderas, varios de ellos ahogados en cerveza, se entretiene cantando arengas nacionalistas —y racistas, cuentan los enterados—, eructando y rugiendo necedades en mitad de los puntos. “Serbia-Serbia-Serbia”, resuena el alarido impertinente y es cierto que dan ganas de escaparse de aquí.

“¡Necesitan callarse! Estamos jugando tenis aquí, ¿sí?”, suplica el juez de silla en el micrófono, pero los trogloditas traen cuerda de sobra. Importunado por enésima vez, Djokovic se enfurece y mira hacia las gradas, aunque ya sus zapatos lo contradicen porque en ellos también refulgen los colores de la bandera serbia. Llegado el tercer set, Dodig, que viene de sacar a Ivo Karlovic en cinco sets, sucumbe al tenis raudo del de Belgrado y cede ocho juegos en hilera, frente a un público cada vez más escaso y escandaloso. Indignado y podrido como ya tantos prófugos, el cronista se escurre hacia la arena Rod Laver, donde un duelo feliz le hará olvidarse pronto de los serbocretinos.

Si las hordas balcánicas se interesaran en conocer la esencia del tenis, y de paso la caballerosidad, no tendrían más que ver en acción a Roger Federer, el jugador que ha realizado tantas grandes hazañas que tiende uno a olvidarse de las pequeñas que aún le faltan, como sería vencer aunque fuera una vez al francés Gilles Simon: un tenista correoso que hace apenas dos años era el número seis mundial, cuyo juego intrincado nunca antes ha logrado descifrar el suizo. Y hoy casi lo consigue, luego de un par de sets sencillos y expeditos en los que le ha pasado por encima como un tren arrollando a una bicicleta. Pero he aquí que el tercer set tiene sus asegunes: una vez más, Gilles le ha encontrado un lado flaco a Roger y he aquí que sus golpes recobran de repente la ponzoña perdida.

Por más que el suizo aprieta y aplica la presión sobre la red, ya el juego del francés lo saca de su zona de confort, y de pronto de quicio porque le ha roto el saque varias veces y ya le confiscó el tercer set. A unas cuantas butacas del cronista, la querúbica Miroslava no para de mordisquearse las uñas con todo y dedos, una vez que el servicio de su marido es reventado un par de veces más y no parece haber slice que le funcione contra el talento crudo de su oponente. “Come on, Rog!”, lo alientan sus amigos, ya tan desesperados como su cónyuge y administradora frente a la extraña idea de verlo eliminado en la segunda ronda.

Hay, entre el numeroso público francés, un clima de exaltado regicidio que haría las delicias de Robespierre. Es decir que la Arena Rod Laver amenaza de pronto con venirse abajo. Y no es para menos, con el partido empatado a dos sets y un campeón defensor cuyos ardides múltiples no parecen bastantes para hacer un estrago serio en su oponente. Una vez que el paisano de Saint Just ha puesto aceite fresco en las poleas en la guillotina (la pobre Miroslava ya se tapa los ojos, ya lo anima en francés o en alemán, ya no sabe qué hacer delante de una cámara que vuelve a ella con odiosa intermitencia), Roger toma el control de la situación y reasume el papel de agresor que tanto le complace: con 0-30 en el tercer juego del quinto set, se hace con cuatro puntos al hilo y en adelante impone su ley. No sin algún trabajo consigue conjurar al Demonio de Niza y le quiebra el servicio (ahora Mirka respira, sonríe, bromea), y aún si éste amenaza con recobrarse salvando otro servicio en 0-40, el Expreso de Basilea mira ya hacia el final de la vía y no hay quien lo detenga. “Ojalá que no vuelva a jugar contra él”, bromeará luego frente a Jim Courier.

Media hora después, abordo del tranvía que nos devuelve al mundo chato y ordinario, las sonrisas florecen como cuando ha acabado un gran concierto. O también, por qué no, cuando un gran soberano ha logrado salvar la cabeza.

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